Por Dayron Roque
La Tizza
En respuesta al artículo: “Gestión de la calidad de la colaboración académica internacional para la Universidad de La Habana” de Marien Lledó Arias |
El neoliberalismo nos acosa por todas partes; incluyendo las que, hasta hace poco, considerábamos “intangibles” como la educación. Al menos, ese es el sabor que me queda después de leer el texto: “Gestión de la calidad de la colaboración académica internacional para la Universidad de La Habana”, de Marien Lledó Arias, ponencia presentada por su autora en el Congreso de LASA 2018 y reproducida por La Tizza el pasado 12 de julio.
El asunto en cuestión, la “gestión de la calidad de la colaboración académica internacional” puede parecer aséptico, y, a la vez, muy atemperado a los tiempos que corren en Cuba y, en particular, en la educación superior. Incluso, puede parecer que solo tiene que ver con el ámbito de la educación superior y no guarda relación con los múltiples problemas y aristas de las reformas — el llamado proceso de “Actualización del socialismo” — que hoy tienen lugar en nuestro país y que, también, implican a la universidad.
El propio término “colaboración académica internacional”, parece desprovisto de aquel sentido y aquellos contenidos que tenía una cosa que se llamaba “solidaridad”, mediante la cual de algunos países — hoy exsocialistas — vinieron a Cuba muchos profesores; pero, sobre todo, de Cuba fueron muchos maestros y profesores a muchos lugares — eso sí, del tercer mundo — y dieron clases y fundaron escuelas y universidades. Algunos dieron su vida. La mayoría, sino todos, aprendieron más de lo que enseñaron; aquello sí fue en “beneficio mutuo”.
Pero sucede que la “Actualización” abrió las puertas a mayores relaciones de mercado — es decir, a mayor presencia de relaciones capitalistas — en un escenario de disputa de sentidos que se agudiza de manera notable ante otros fenómenos concomitantes.
El proceso de reformas en curso es complejo, multidimensional y sistémico. Tiene un componente económico de indudable fuerza; pero destaca por su impacto en otras dimensiones de la realidad nacional, tal y como destaca la Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista y las Bases del Plan nacional de desarrollo económico y social hasta 2030 y el, ya en curso, proceso de reforma total de la Constitución.
En el contexto creado por la “Actualización”, la educación superior cubana comienza a revelar matices distintos al de las necesidades de una profundización en el socialismo cubano; expresado ello en:
- Reacomodo, hacia la reducción, de la red escolar; en la educación superior se produce bajo el proceso de “integración” de las universidades, que han dejado dos universidades por provincia, una “general”, que incluye carreras técnicas, de ciencias exactas, naturales, de humanidades, pedagógicas, y de cultura física, y otra, la facultad correspondiente de ciencias médicas — .
- Reducción de la matrícula, que no puede ser explicada solo en términos de la transición demográfica que vive el país desde hace cuarenta años.
- Revisión del contenido de la educación bajo la nueva generación de planes de estudio, “E”.
- Reducción de la duración de las carreras universitarias, con tendencia a una extensión estándar de cuatro años — excepto en la carrera de Medicina — . La reducción del tiempo de duración de las carreras universitarias en el discurso público cubano ha tenido explicaciones diversas.[1]
- La inserción de Cuba en los sistemas internacionales de “evaluación” de la educación, en sus distintos niveles, ha hecho que se haya producido una apropiación — difícil de discernir en qué medida crítica — de un lenguaje y conceptos mercantiles, tales como: “calidad”, para referirse a las características del proceso y el producto de la educación; “capital humano”, en alusión al magisterio y profesorado, así como a quienes egresan, de modo particular, de las universidades e institutos tecnológicos; “acreditación”, “excelencia”, “evaluación institucional”, para referirse a procesos de calificación de carreras, programas de postgrados e instituciones universitarias, en correspondencia con el argot internacional en este campo y con el declarado propósito de homologar el estatus de las universidades cubanas con las extranjeras; “publicaciones de impacto”, según el nivel de “visibilidad” que asignan a publicaciones científicas bases de datos y buscadores internacionales; “competencias” profesionales y “profesionales competentes”, para referir la cualificación del magisterio, el profesorado o los egresados de los procesos formativos.
- Los cambios en la relación entre la educación y el mundo del trabajo y el empleo. La relación que, durante el tiempo de la Revolución se había construido entre ambos niveles contenía diversas contradicciones: 1; por un lado, ha habido una “oferta”[2] ―incluso creciente en algunos momentos― de plazas para estudiar especialidades deficitarias y necesarias para el país, como las carreras pedagógicas y los técnicos medios, y por otro lado, una “demanda” nunca satisfecha de las mismas ―en realidad, ni siquiera cabe el término “demanda”, ante carreras y especialidades técnicas que, de manera crónica, no son solicitadas por los estudiantes―; 2; el “desbalance” en la composición de la matrícula que daba preponderancia a las carreras de humanidades, en un contexto donde, de manera clara, no se podría emplear a todos los graduados en su especialidad;[3] 3; la progresiva desaparición de oficios para los cuales el sistema educativo no proveía de reemplazo.
En este contexto tan complejo para la educación superior cubana, ningún concepto que se utilice en el argot universitario es ingenuo o inocente. No surge de la nada, ni llega a la nada cotidiana… es en ese sentido que “gestión de la calidad académica de la colaboración internacional”, merece un análisis, a partir del artículo a que he hecho alusión.
Antes de pensar que términos y conceptos como la internacionalización de la educación y la colaboración académica internacional están desprovistos de consecuencias prácticas que no son contrarias al proyecto social socialista cubano, cabría mirar qué ha sucedido en otros contextos y de dónde han salido tales conceptos que ahora, alegremente, “aterrizan” en nuestras universidades.
Se empieza apuntando a un camino peligroso. Es el resultado de leer algo como esto: “Para lograr una mayor competencia y éxito en el mercado laboral y en el contexto del siglo XXI, las nuevas tendencias de la Educación Superior recomiendan que la educación internacional sea más accesible y universal”.
Está claro que ello tiene que ver con un punto de partida: ¿para qué se necesitan la educación superior, las universidades y, por extensión, la educación en general? Si se necesitan para formar mano de obra, más o menos calificada, para el mercado laboral y su filosofía perversa de la competencia o para formar mejores personas, más felices, más educadas en capacidad de transformar su entorno inmediato y el mundo. Son dos propósitos distintos, difícilmente compatibles entre sí. Si “al mundo nuevo corresponde la universidad nueva” — concepto meridiano de un graduado universitario de dos carreras que nunca vio sus títulos porque no tuvo cómo pagarlos, un tal José Martí Pérez — ; lo primero es preguntarse ¿qué mundo nuevo queremos?, porque no nos da lo mismo cualquier camino, ni cualquier universidad; ni nos resultan factibles todas las (perversas) armas de la educación superior contemporánea.
Ya por ahí pasamos: el Plan Bolonia se propuso eso mismo: adaptar la Universidad a las necesidades del mercado laboral, porque, en definitiva, ¿acaso no se estudia para encontrar trabajo?, pero esa trampa solo ha terminado empobreciendo las universidades y convirtiéndolas en maquilas procesadoras de gentes con titulaciones que sirven de poco, porque el mercado laboral exige, justamente, nuevas “competencias” y nuevos “saberes”, que ya no se enseñan en la universidad. En otros tiempos se podía esperar que un lingüista fuera profesor de lengua, o un licenciado en filosofía, profesor de filosofía, uno en historia, profesor de historia. Pero el deterioro mismo de la escuela primaria y secundaria hace que esto tampoco sea ya una buena idea. La sociedad misma pareciera, con independencia de ciertos eslóganes, que ya no necesita que la gente en general sepa tanta historia o tanta filosofía, de modo que tampoco hacen falta tantos profesores dedicados a ello.
Hoy, el “mercado laboral” — donde habría que lograr más éxito, según el punto de partida del artículo — no necesita licenciados que sepan mucho de una cosa, necesita de estos una buena disposición para adaptarse a lo que sea, como sea, donde sea, con el sueldo que sea. Para el caso cubano, esto es trágico por partida doble: por una parte esta exigencia existe en los empleos público-estatales a donde son asignados los nuevos graduados, con una connotación de sacrificio social — dado que los salarios en ese sector enfrentan las consecuencias de todas las distorsiones conocidas y desconocidas de la economía cubana y su doble moneda, cuádruple o quíntuple tasa de cambio y el largo etcétera — , pero desprovisto de la labor de concientización que lo evidencie — lo que redunda en que los nuevos graduados apenas “logran” pasar el “servicio social” antes de “emigrar” a otro empleo, sino a otro país — ; y por otra parte esta exigencia se manifiesta, cada vez más, en el floreciente sector privado de la economía nacional — sin que ello no implique que también la sufran los que decidan emigrar — . Un “daño colateral” ha sido el desestímulo a los estudios en general y los universitarios en particular.
Si los actuales licenciados no encuentran trabajo que les satisfaga a plenitud — el matemático como matemático; el físico como físico; el lingüista como filólogo; etc. — no es porque la universidad esté mal, sino porque el “mercado laboral”, o el mundo del trabajo, está mal. Si no hay trabajo decente es porque no hay trabajo, no porque los egresados estén “sobrecualificados”.
La internacionalización de la educación superior ha impuesto un “aprendizaje a lo largo de toda la vida”, cuya traducción al español más llano es estar dispuesto a aprender lo que haga falta, para cuando haga falta para estar “cualificado”.
En otras palabras, pensar que la universidad debe estar para satisfacer el mercado laboral es entregar a las fauces del capitalismo, para su sacrificio, una de las armas que deberían servir para combatirlo.
Lo que más se resiente el artículo es la ausencia — aparente — de un punto de partida filosófico que sustente la propuesta en sí y la terminología que utiliza. Por ejemplo, la afirmación de que “debido a la globalización, las IES, actúan cada vez más en un ambiente crecientemente competitivo. Ejemplo de ello son los rankings por sus dimisiones o indicadores de actuación”, es muy grave.
Globalización es el nombre artístico del capitalismo en su fase trasnacional: el imperialismo; dejar ese concepto así, sin más análisis de su significado real desconoce que la globalización no ha significado lo mismo para todos los países y todas las personas — por ejemplo, mientras la globalización rompe las fronteras en las cuales se mueven los productos, la misma globalización plantea, de forma selectiva las rutas de la movilidad humana y los filtros para la misma; en la “aldea global” no son edificios a los que se pueda acceder con similar facilidad Harvard que la Universidad de La Habana — .
Los ránquines de las IES (Instituciones de Educación Superior) son el equivalente, en materia de educación superior, de las listas de calificación de riesgo del crédito de los países: expresan una ponderación de la presunta calidad de una institución a partir de indicadores manipulables y no homologables en todos los casos — por ejemplo, los conocidos índices de publicaciones en revistas de “alto impacto” con revisiones a “doble ciego” han demostrado su falencia y su fácil manipulación hasta el ridículo; sin contar el desbalance entre ciencias naturales, exactas y humanísticas en las publicaciones — . Tales escalafones privilegian cierto “centro académico”, al cual intentan llegar las periferias académicas, de la misma manera en que los países subdesarrollados intentan llegar al desarrollo… y no lo consiguen.
Reconocer que las universidades actúan en un ambiente competitivo, puede tener diversas interpretaciones, pero una que resulta muy perjudicial es la de pensar que lo que debemos hacer es “ser más competitivos”, pues es tratar de competir — ¡nunca mejor dicho! — en un terreno que no está diseñado para que superemos ese reto.
En los indicadores de la “internacionalización para la gestión de la colaboración académica internacional”; cabe destacar, más allá de lo obvio — “movilidad académica y estudiantil”, “presencia de estudiantes extranjeros”, el “dominio de otros idiomas” — la “doble titulación”. El tema no es perverso por sí mismo, lo que resulta inquietante es su descripción como un sistema “altamente demandado [que] permite, en la mayoría de las veces, asumir el reto de otro idioma, especialmente del inglés, […] [y] la obtención de dos títulos académicos en un menor tiempo. […]. Las dobles titulaciones se realizan de la misma rama de conocimiento y pueden existir varios tipos de combinación”. Esta idea rompe con las largas licenciaturas y así cada estudiante podría formarse un currículo que le permita diseñar su propio perfil laboral; de esta manera, por ejemplo, un estudiante puede decidir hacer una licenciatura de Economía y luego un posgrado de Periodismo para especializarse como analista económico en algún periódico. Puede parecer exagerada la afirmación, pero un estudiante que curse una licenciatura de Economía, un máster de Periodismo y un cursito de Power Point y Excel no sabrá ni economía, ni periodismo, ni de informática.
El asunto parecería pedestre si no fuera porque detrás de tanta “individualización” y “flexibilización” lo que se esconde son las exigencias del neoliberalismo — y aquí sí parece que es una “mano oculta” — al cual le conviene, de manera extraordinaria, una individualización de los empleos y los salarios. Su objetivo es hacerse con un inmenso ejército de graduados flexibles y dóciles, obligados a negociar individualmente sus salarios y sus condiciones laborales. El Código de Trabajo, de 2014, apenas introdujo algunas salvaguardas frente a esto.
Otro indicador que da “miedo” mirar es el de la “internacionalización de los planes de estudio”, cuyo corolario es la homologación de títulos — justamente así se inició Bolonia — y que terminó en fracaso.
Sobre la “movilidad del estudiantado”, cabe también apuntar otras cosas: lo que parecía muy bueno, terminó convirtiéndose en una pesadilla, porque necesitaba de financiamiento para mantener las becas Erasmus, las cuales, al día de hoy, están en vía de extinción. Si a ello le sumamos un sistema de migraciones particularmente injusto — y para el caso cubano, muy manipulado y aun preso de no pocas contradicciones — , estamos hablando de algo que sencillamente no funcionó — excepto para las élites que sí han podido darse esos lujos — .
El modelo de solidaridad de Cuba con los países del Tercer Mundo — que ha ofrecido y aun, aunque mucho menos, ofrece becas y formación a decenas de miles de estudiantes — , resultó más efectivo en materia de movilidad que esas otras propuestas — aunque, en rigor, habría que reconocer que hoy sería necesario un escenario simétrico para estudiantes cubanos, lo cual, por desgracia, tras el derrumbe del “socialismo real” ya no fue posible más nunca — . No fue la gestión de la colaboración académica internacional lo que propició eso, fue la voluntad política de compartir, en condiciones de igualdad con países hermanos.
En relación con la “utilización de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones”, da para hacer otra novela. La promesa del uso de las TIC ha sido, precisamente, la de cambiar el modelo de enseñanza; pero para ello hace falta algo más que tecnologías en las aulas. Es necesaria la utilización de las TIC como un recurso más dentro del proceso pedagógico, pero no creerse que ellas, por sí mismas, producen milagros. No hace falta un teleprofesor internacional, o un mando a distancia para operar presentaciones electrónicas presentes en repositorios internacionales. Parecerá exagerado, pero cosas parecidas se propusieron en Europa con el cuento del aumento de las TIC para crear el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES).
Si miramos al entorno mundial donde ya ha habido “internacionalización” de la educación superior y del currículo — y aquí Europa y su Plan Bolonia y su “Espacio Europeo de Educación Superior”, son el referente, al menos así le escuchamos decir al ministro cubano del ramo, nada más y nada menos que en la correspondiente comisión parlamentaria, hace tan poco como el 3 de junio de 2018— , tendremos algunas consecuencias que valdría la pena tener en cuenta antes de lanzarnos a aplaudir tales cosas:
- Redujo el tiempo de duración de las carreras universitarias, se suprimió el quinto año de las licenciaturas, y de ahí vino el aluvión de “másteres”, para “completar” la calificación.
- Sustituyó el título de doctor por otra cosa con el mismo nombre: por ejemplo, en España, en 2015, se aprobaron normativas, bajo las cuales, una facultad podría autorizar el título de Doctorado (el PhD) con la presentación de cuatro artículos “académicos”.
- Redujo la cantidad de estudiantes que ingresaban — y en consecuencia — se graduaban de las universidades.
- Reacomodó, “flexibilizó”, y eliminó carreras, departamentos y facultades enteras.
- Eliminó los precios públicos de las universidades, haciéndolas más inaccesibles para las capas más pobres.
La lista puede seguir, pero no es necesario. Creo, en cualquier caso, que hay que observar con precaución no solo los conceptos, sino las prácticas que como esta de la “gestión de la calidad de la colaboración académica internacional” se nos proponen como un camino — ¡ay, de peligrosas sillas! — para alcanzar “una mayor visibilidad y excelencia a través de los intercambios académicos; celebración de conferencias y talleres; difusión de resultados científicos a través de publicaciones y eventos; capacitación de profesionales; intercambio de información y asesoramiento mutuo; y participación de profesores visitantes”.
La universidad cubana tiene una misión social que no es compatible ni con los conceptos ni con las prácticas del capitalismo. Su impacto social no puede medirse como “optimización de cada proceso universitario”, ni por el número de publicaciones “científicas” o eventos. La probidad y “pertinencia” de sus profesionales no guarda relación numérica con el relleno de una especie de tarjeta magnética donde se vayan acumulando licenciaturas, másteres, doctorados, cursitos de Power Point o de “aprender a aprender”. El intercambio de información y el asesoramiento mutuo es útil y necesario, pero sin deslumbramientos y, sobre todo, sin perder de vista que la “universidad europea ha de ceder a la universidad americana”, como quería José Martí.
La pretensión de que la colaboración académica redunde en un “mayor aporte económico de recursos materiales y financieros” puede parecer muy atractiva, pero es una promesa que solo puede cumplirse sobre la base de hipotecar determinados principios, como el de la solidaridad — si de lo que se trata es de compartir las experiencias con otras universidades — , o el del propio carácter público de la educación.
La idea de alcanzar “mayor acceso a bibliografía” a partir de los mecanismos actuales del mercado académico mundial, debería moverse a la picota pública, en un país que hizo con las Ediciones “R” la base material de estudio necesaria para las primeras generaciones de graduados universitarios tras el triunfo de 1959.
La lectura crítica del artículo de marras y estas imperfectas y apuradas líneas persiguen el propósito de tocar el botón de muestra de lo que sucede cuando le abrimos la puerta a conceptos y prácticas que se contradicen con la pretensión de alcanzar, más que un socialismo próspero y sostenible, uno donde la universidad, cual toda escuela, sea una fragua de espíritus.
Posdata
Cuando terminaba este texto, apareció en el periódico Granma una síntesis de las propuestas para la Constitución. Me llamó la atención que se le ponga un límite a la gratuidad de la educación hasta el nivel de pregrado. Tal acotación es sumamente peligrosa. Ese es un camino que no debemos, ni por asomo, pensar en recorrer; lleva al infierno. Con el modelo que se ha propuesto de formación profesional en Cuba en el que se han acortado los tiempos del pregrado y se impone la necesidad de hacer másteres, especializaciones y doctorados (PhD); abrir las peligrosas puertas de algún tipo o nivel de privatización limitaría el acceso a esas titulaciones. En los lugares donde se impuso un modelo parecido (por ejemplo, en Europa, Bolonia propuso el modelo “3+2”; tres años de licenciatura o grado, a precios púbicos — gratuitos en nuestro caso — más dos años de maestrías — a precio de mercado, que, en el tiempo, es lo que sucedería si se deja abierta esa posibilidad de no gratuidad — ; terminó en la elevación de los precios de la licenciatura — los públicos — y la multiplicación exorbitante de los másteres. En España, los estudiantes lucharon por un “4+1”, pero no han podido impedir la descomunal subida de precio de los másteres) el resultado ha sido desastroso y ha invertido la lógica de que las futuras generaciones lleguen a la universidad.
No nos engañemos: abrir las puertas del mercado en algo tan delicado como esto no tiene ninguna garantía de hacer más rentable o costeable los servicios educativos, ni siquiera de que se eleve su “calidad” — y para esto no hay que ir a Europa, piénsese en lo que ha sucedido por ejemplo con el pago, simbólico es cierto, pero pago al fin, del seminternado en la escuela primaria — ; y sí solo de elitizar el acceso a la educación postgraduada, en un escenario donde las diferencias sociales se han acentuado. Si de verdad queremos hacer nuestra propia versión de “educación a lo largo de toda la vida”, debemos mantener invariable, el principio de gratuidad. En eso, como en otras más cosas, no podemos permitirnos retrocesos.
Notas:
[1] Ver, por ejemplo, lo que dijo el entonces ministro de Educación Superior: “La decisión también tendrá un beneficio económico, tanto desde el punto de vista institucional como familiar, e implicará una respuesta más rápida a las necesidades actuales de la sociedad”; en http://mesaredonda.cubadebate.cu/noticias/2015/04/29/analizan-en-cuba-reducir-tiempo-de-carreras-universitarias-a-cuatro-anos/;
[2] Entrecomillo “oferta” y “demanda” para mostrar mi desacuerdo con la utilización de términos de carácter mercantil asociados al fenómeno educativo. Igual consideración merecen, desde mi perspectiva, otros conceptos utilizados en este ámbito tales como: “mano de obra calificada”, “capital humano”, “competencias”, “mercado laboral”, entre otros…
[3] Este asunto no hay que entenderlo como negativo en sí mismo, como sugiere la crítica liberal. Es resultado, entre otros factores, de una visión impulsada por la dirección del país en la persona de Fidel Castro, que imaginaba posible ―incluso necesario y bello― que un trabajador de cualquier especialidad se convirtiera en graduado universitario con independencia de que pudiera ejercer la profesión estudiada. La tesis sostenida era que mayores conocimientos y habilidades, como los aportados por estudios universitarios, nunca estarían de más en el desempeño laboral y, sobre todo, en el bienestar emocional de las personas. Estamos hablando de una visión de la educación no utilitarista, sino que la ponía al servicio del mejoramiento humano ―la “dignidad plena del hombre” martiana―. Con toda probabilidad, la mejor síntesis de esta idea es la concepción del “programa televisivo” Universidad para Todos, en el invierno del año 2000, existente hasta el día de hoy. Granma, el 6 de octubre de 2000, en su inicio, editorializaba que “la sed insaciable de saber que lleva consigo cada ser humano, encontrará en nuestra sociedad satisfacción concreta y creciente” y ello, como conclusión de toda una larga explicación de cómo diseñar la “parrilla” televisiva de manera que llegara al mayor número posible de personas. La lectura neoliberal del tema es que se trataría de una “enfermedad de los títulos”; es decir, la “oferta educativa” se habría incrementado más rápidamente que las oportunidades laborales y ello habría devenido en una “inflación de las credenciales”; cuya solución pasaría por la reducción del acceso a la titulación. Hay una premisa objetiva para preguntas alrededor de este tema y es que el “umbral” educativo de los profesionales ha crecido, de manera notable, en las dos últimas décadas en Cuba ―por ejemplo, en las universidades es ya una regla no escrita que solo ingresen, como nuevos profesores, personas con titulación de Máster en adelante―. Una lectura crítica llevaría a preguntarse si la educación no estaría reproduciendo una estructura elitista de sociedad que asigna personas a los puestos mejor calificados y reproduce roles laborales desiguales ―lo cual no resultaría del todo absurdo si se revisa y compara, por ejemplo, la composición racial, territorial y de género de las carreras pedagógicas con las carreras técnicas―; en qué medida la educación pública ―que en el caso cubano, es todo el sistema educacional― no estaría participando de un enorme subsidio para el ―creciente― sector privado de la economía nacional. La pregunta última que habría que considerar es si la educación está planteada, diseñada para formar “mano de obra calificada” o personas felices y educadas para ―de una manera distinta, no solo opuesta a la del capitalismo― concebir la producción, organizar la distribución y ser parte del consumo material y espiritual que no comprometa la dignidad del ser humano y la salud de la naturaleza.
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