Por Francisco Díaz González
Una característica cada vez más común en las izquierdas que
emergen en la actualidad, es que se constituyen sobre el supuesto de que
dado que la izquierda del siglo XX fue históricamente derrotada, nada de su
experiencia teórica y práctica es significativa de ser rescatada para la
izquierda del siglo XXI. Se trata de una perspectiva que se presenta a sí misma
como innovadora, rupturista respecto al siglo XX, y consciente de la necesidad
de construir un socialismo efectivamente democrático, pero que al carecer de
continuidad con la tradición socialista, termina negando su historia en vez de
encargarse de su pasado. En el mejor de los casos se debe a mera ignorancia o
desinformación histórica. En el peor, se debe a la adopción –consciente o no–
de una matriz categorial de tradición liberal en el despliegue de su
pensamiento y praxis políticas.
Esta última situación se verifica no necesariamente en la
existencia de argumentos o contenidos liberales en su discurso político, sino
en la existencia de una perspectiva que abandona el análisis de clase para
hacer política, de modo que se reemplaza la concepción crítica y transformadora
del materialismo histórico por una que en sus efectos es legitimatoria de las
condiciones actuales. La cuestión, entonces, es sobre la negación que hacen de
aquellas categorías que no sólo le han otorgado identidad teórica a la
izquierda, sino que permiten que en la praxis sea funcional a su horizonte
estratégico: construir una sociedad sin clases. Lo problemático surge cuando
esas izquierdas ni siquiera tienen consciencia del liberalismo con el que
cargan y que, sumidas en los estrechos límites que su matriz categorial les
permite, terminan tropezando una y otra vez en falsas dicotomías, desplegando
tácticas incoherentes y desgastantes, y guiando su praxis irremediablemente
hacia objetivos que lo alejan del horizonte por el que lucha.
Dos de las categorías fundamentales del discurso de la izquierda
cuyo significado ha sido ampliamente liberalizado son las de lo político y
lo social. Desde la perspectiva liberal, lo político remite al Estado
y lo social a la sociedad civil en abstracto. A partir de esta
concepción se asume que no hay otra forma exitosa de apropiarse de la política
sino es entrando directamente en el único espacio donde creen que reside lo
político, el Estado, pues fuera de él, en el espacio de la sociedad civil, sólo
hay desagregación de demandas, cuya expresión colectiva pero fragmentada se
comprueba en la existencia de múltiples movimientos sociales de diversa índole:
feministas, indígenas, pobladores, estudiantiles, sindicales, etc. Se trata,
por tanto, de que los distintos movimientos (parciales) de la sociedad civil
ingresen agregados mediante representación al espacio de deliberación y
decisión que permite el Estado, y en su interior se logre democratizar la
sociedad a través de, por ejemplo, la protección efectiva de los derechos
sociales de la ciudadanía.
Se busca, por tanto, hacer retroceder el carácter neoliberal del
Estado desde adentro, para luego profundizar la democratización social hacia
afuera, sostenido sobre un breve proceso anterior de politización social de
baja intensidad que se limita a lo cívico-electoral y a la alianza instrumental
con otros partidos afines. Por consiguiente, su centralidad, sea como sea que
la declaren, termina en la práctica amarrada a la concepción fetichizada del Estado,
y en vez de desplegar una política guiada por la dinámica de la lucha de
clases, lo hacen supeditados al ritmo de las disputas electorales, optando para
su éxito por abarcar la mayor cantidad de la población electoral a disposición,
preocupados de conformar una mayoría políticamente artificial y supeditados
inevitablemente al confuso sentido común del centro.
En esta línea, antes que transformar la sociedad a través del
avance de un movimiento popular, su énfasis está puesto en la toma de la
dirección del Estado. En vez de insistir en la ruptura a través de un frente de
clase que debilite el origen de la dominación, buscan avanzar abarcando
distintos sectores sociales a través de la suma y coordinación de cargos y
autoridades de representación pública en todos los niveles. Las categorías de
lo social y lo político así entendidas devienen –aunque su discurso sea
altisonante y radical– en una política de izquierda liberal, es decir,
progresista. El resultado, como se advierte, es la transformación progresiva de
esta izquierda en un cuerpo de funcionarios renovados, pero que, desentendidos
del anclaje de clase como garantía democrática y revolucionaria, se convierten
a la postre en un esqueleto sin musculatura, en mera burocracia.
La anterior es una perspectiva que no supera sino que niega la
concepción de izquierda de lo político y lo social. Una concepción coherente a
la tradición materialista del socialismo, en cambio, entiende lo político como
el grado de asociación en la acción de los sectores sociales por la lucha del
poder, y se expresa para el caso de las clases populares en la construcción de
largo aliento de un movimiento popular. Este último entendido como el
movimiento unitario que el Pueblo, en tanto clase dominada autoconsciente,
materializa bajo el más agudo grado de asociación entre las clases subalternas
y, por tanto, de disociación y autonomía respecto a la elite, con el fin de
transformar las estructuras que le dominan. Asimismo, para esta concepción, lo
social debe comprenderse como el grado de desigualdad en la estructura social
de un contexto específico y, por consiguiente, como la forma de dominación
basada en la apropiación del valor de una clase sobre otra, desplegándose en la
práctica a través de la lucha de clases.
Así, lo político no se cree que reside exclusivamente en el
Estado, sino que aparece en todo espacio donde las clases populares desarrollan
a través de sus organizaciones una acción asociativa y unitaria entre ellas y
en antagonismo a la clase dominante (y no sólo dirigente), con el fin de hacer
posible un proyecto de sociedad alternativo donde el poder y el valor estén
radicalmente democratizados. Lo anterior, como se deduce, no implica que la
política de izquierda no se desarrolle también al interior del Estado, pero lo
hace consciente de que su centralidad está amarrada siempre a la configuración
histórica de lo social, es decir, a la dinámica mediante la cual la clase
dominante articula en el Estado su poder para desarticular a la clase
trabajadora. Con esto, la izquierda actual evita estar expuesta a caer
forzosamente en la falsa dicotomía liberal de decidirse o por la vía
insurreccional (armas) o la vía institucional (votos) en la que muchas veces
cayó durante el siglo XX, y así poner su esfuerzo en romper las relaciones sociales
de producción del capitalismo donde sea que se desplieguen –desmantelando, por
ejemplo, el Estado subsidiario– para reemplazarlas por otras que permitan la
realización de los dominados.
Por eso, lo que define a la izquierda es que postula que entre
lo político y lo social existe una inextricable relación de codeterminación,
pues si deliberadamente se aislaran –como lo hizo en Chile el pacto de la
transición–, entonces se disolvería progresivamente su identidad de izquierda.
Para la izquierda, entonces, la tarea no consiste en hacer agregación de los
movimientos sociales a través de la representación electoral, dándole
satisfacción a cada demanda particular en los límites del espacio institucional
del Estado, sino que su misión consiste en articularlos en base a un movimiento
popular que los supera en tanto combate universalmente la causa central de la
dominación: el capitalismo.
La izquierda del siglo XXI, en definitiva, debe autocomprenderse
no solo como productor sino también como producto histórico. Por ello, haciendo
análisis y síntesis de las manifestaciones espectrales de la dominación
capitalista, debe poner su énfasis en la toma del poder, pero, a diferencia de
la perspectiva progresista, ya no reducida a la coyuntura táctica que
representa la toma de la dirección del Estado, sino como el resultado de un
largo proceso de politización de alta intensidad de las clases populares, que
asumen por horizonte el retroceso progresivo de la lógica mercantil del
capitalismo y, por ende, el avance de la lógica democrática del socialismo.
Francisco Díaz González es
Licenciado en Historia de la Universidad de Chile; Profesor de Historia de la
UDP; y actualmente estudiante de doctorado en Historia Latinoamericana,
Universidad Libre de Berlín.