segunda-feira, 18 de janeiro de 2016

Ellen Meiksins Wood: su fallecimiento.

Por Atilio Boron

En estos tiempos de oscuridad pocas noticias podrían haber sido peores que el fallecimiento, el 14 de este mes de Enero de 2016, de Ellen Meiksins Wood. Nacida en Nueva York, el 12 de Abril de 1942, hija de un matrimonio de judíos marxistas que huyeron de la ocupada Letonia para refugiarse en esa ciudad, Ellen se convirtió con el paso del tiempo en una de las figuras más deslumbrantes del marxismo contemporáneo. Inició sus estudios en la Universidad de California/Berkeley, donde obtuvo su bachillerato con orientación en Lenguas Eslavas. Poco después iniciaría sus estudios graduados en la misma universidad, pero en la sede de Los Ángeles, de donde egresaría con su doctorado en ciencia política en el año 1970. Durante unos treinta años fue profesora de Teoría Política en la Univeridad de York, en Toronto, Canadá. Formó innumerables discípulos e incursionó en los más diversos campos de las ciencias sociales. Como buena marxista no reconocía las fronteras disciplinarias propias del pensamiento burgués, que dividen la economía, la sociología, la ciencia política, la historia y la cultura como áreas de conocimiento compartimentalizadas que reproducen la fragmentación propia del sentido común de la burguesía. En su obra, historia y presente; economía y política; sociedad y cultura están indisolublemente entrelazadas, y sólo a los efectos analíticos podían, en un primer paso del conocimiento, ser separadas para luego, en un segundo momento, ser nuevamente integradas en una totalidad dialéctica en permanente movimiento. Fue una de las más aguda críticas del posmodernismo y el posmarxismo, denunciando el carácter insanablemente conservador de esas modas intelectuales que tanto daño han hecho, siempre complacientes con el capitalismo, con la pseudo democracia burguesa y el imperialismo. Sus críticas al nuevo revisionismo, ese marxismo descafeinado sin lucha de clases y sin imperialismo, son un fecundo modelo de trabajo intelectual por su rigurosidad y también por su rara capacidad para realizarlo sin apelar al lenguaje esotérico y rebuscado que, desgraciadamente, aún se encuentra en muchos pensadores de izquierda. Sus escritos sobre la filosofía política y la formación del pensamiento burgués son pequeñas joyas, al igual que sus reflexiones sobre el imperialismo y la democracia. El suyo era un pensamiento profundo, incisivo como pocos, invariablemente situado en las polémicas de nuestro tiempo y dicho en un lenguaje terso y llano. No escribía para polemizar con los extravíos de algunos colegas ni perdía su tiempo en estériles debates escolásticos sino que lo hacía sino para ayudar a los oprimidos y explotados a comprender como era el mundo, y cómo se lo podía cambiar. No era una “marxóloga” que se regodeaba en el sutil manejo de las categorías teóricas de Marx desde el encierro de una torre de marfil, sino una marxista militante, sin respiro, que escribía sin cesar, creaba o participaba en proyectos culturales (como la Monthly Review, por ejemplo) y colaboraba permanentemente con las fuerzas de izquierda en Canadá, Estados Unidos y en Europa, donde estuviera. Su inmensa estatura intelectual –plasmada en los brillantes libros y ensayos que nos legara- se agigantaba por su don de gentes, su modestia y la sencillez de su trato, en las antípodas de tantos intelectuales que por comparación con Ellen son insignes pigmeos pero que transitan por el mundo con aires de perdonavidas y haciendo gala de una insoportable arrogancia. Tuve la inmensa fortuna de ser su amigo, de visitarla en Nueva York y Londres, y de que aceptara una invitación a visitar la Argentina, a comienzos de siglo, ocasión en que pronunció varias conferencias públicas en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y en CLACSO. También de que colaborara con un artículo para una compilación que junto con Javier Amadeo y Sabrina González hiciéramos hace ya diez años: La Teoría Marxista Hoy.  Ellen se avino a participar en ese emprendimiento cuyo objetivo era relevar la situación de la teoría marxista en sus distintas manifestaciones y especialidades. (El libro puede ser descargado gratuitamente desde este blog). A modo de homenaje a esta enorme intelectual marxista, ganadora del Premio Isaac Deutscher y autora de textos tan brillantes como necesarios para nuestra lucha es que reproduzco a continuación el artículo que escribiera para la obra colectiva arriba mencionada, en donde anuda algunas de sus tesis centrales sobre la incompatibilidad de la democracia con el capitalismo en el marco del imperialismo contemporáneo. ¡Gracias Ellen, por todo lo que nos has dado, por el conocimiento que nos has aportado y por haber sido como fuiste!

Ellen Meiksins Wood*
Estado, democracia y globalización**

Capítulo en la compilación

La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas
Atilio Boron, Javier Amadeo y Sabrina González (Compiladores)En:
(Buenos Aires, CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, 2006)

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RECIENTEMENTE OFRECÍ una conferencia sobre el nuevo imperialismo
y sus efectos negativos para la democracia en tanto Estados
Unidos continúe intentando consolidar su hegemonía global unilateral.
En esa ocasión, concluí sugiriendo que la democracia se estaba convirtiendo,
como no lo era hace mucho tiempo, en una amenaza para el capitalismo.
A pesar de todo lo que nos han dicho sobre la “globalización”
y la decadencia del Estado-nación, el capital global depende más que
nunca de un sistema global de múltiples estados locales. De modo que
las luchas locales y nacionales por una democracia real y un verdadero
cambio del poder de clase –tanto al interior como fuera del Estado–
pueden plantearle una amenaza real al capital imperialista. Alguien en
la audiencia preguntó: ¿por qué el capitalismo no puede continuar tolerando
este tipo de democracia formal con la que ha estado conviviendo
durante un largo tiempo en el mundo del capitalismo avanzado? ¿Por
qué debería esto plantear algún peligro real para el capitalismo global?
El interrogante realmente no era irrazonable. Por el contrario, la
historia de la democracia moderna, especialmente en Europa occidental
y EE.UU., ha sido inseparable del capitalismo. Sin embargo, esto ha sido

* Profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de York, Toronto, Canadá.
** Traducción de Atilio A. Boron.

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así solamente porque el capitalismo ha creado una relación enteramente
nueva entre poder político y económico, que torna imposible que la dominación
de clase se mantenga coexistiendo con los derechos políticos universales.
Es el capitalismo el que hizo posible una democracia limitada,
“formal” antes que “sustantiva”, algo que nunca fue factible con anterioridad.
Y es por esto que el capital ha podido tolerar algún tipo de democracia.
Mi objetivo en esa conferencia no era afirmar que el capitalismo no
puede tolerar la democracia formal –aunque no deberíamos desestimar
los ataques contra las libertades civiles que están teniendo lugar precisamente
ahora en EE.UU. Aquello que pretendía y pretendo subrayar aquí
es que en las condiciones del capitalismo global actual y del nuevo imperialismo,
la democracia puede amenazar con convertirse en algo más que
un régimen meramente formal. Para explicarme retomaré brevemente un
argumento sobre la relación entre el capitalismo y la democracia que aparece
en mi libro Democracia contra capitalismo (2000).
Me interesa dejar en claro desde el principio que, para mí, el capitalismo
es –en su análisis final– incompatible con la democracia, si por
“democracia” entendemos, tal como lo indica su significación literal, el
poder popular o el gobierno del pueblo. No existe un capitalismo gobernado
por el poder popular en el cual el deseo de las personas se privilegie
por encima de los imperativos de la ganancia y la acumulación, y en el que
los requisitos de la maximización del beneficio no dicten las condiciones
más básicas de vida. El capitalismo es estructuralmente antitético respecto
de la democracia, en principio, por la razón histórica más obvia: no ha
existido nunca una sociedad capitalista en la cual no se le haya asignado a
la riqueza un acceso privilegiado al poder. Capitalismo y democracia son
incompatibles también, y principalmente, porque la existencia del capitalismo
depende de la sujeción a los dictados de la acumulación capitalista y
las “leyes” del mercado de las condiciones básicas de vida y reproducción
social como condición irreductible contraria al ánimo democrático. Esto
significa que el capitalismo necesariamente sitúa cada vez más esferas
de la vida cotidiana por fuera del parámetro según el cual la democracia
debe rendir cuentas de sus actos y asumir responsabilidades. Toda práctica
humana que pueda ser convertida en mercancía deja de ser accesible
al poder democrático. Esto quiere decir que la democratización debe ir de
la mano de la “desmercantilización”. Pero desmercantilización significa,
por definición, el final del capitalismo.
Esta es mi posición y quiero dejarla aquí asentada con claridad.
Sin embargo, en nuestros días solemos usar la palabra “democracia” en
un sentido diferente al hasta aquí expresado, y el capitalismo es el que
ha hecho esta redefinición posible en la teoría y en la práctica. De modo
que permítanme unas palabras sobre este proceso de redefinición.
En primer lugar, simplemente diré una o dos palabras sobre el
tratamiento más usual del término democracia. Todos estamos fami-

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liarizados con los usos más defectuosos –aquel que, por ejemplo, admite
que el gobierno de EE.UU. considere al Chile de Augusto Pinochet
como un régimen más democrático que el Chile presidido por Salvador
Allende, presidente popularmente electo. Quiero agregar un comentario
acerca de las definiciones más benignas sobre la democracia: aquellas
nociones convencionales que tienden a identificar la democracia con el
constitucionalismo, la protección de las libertades civiles y un gobierno
limitado –la clase de nociones que frecuentemente son descriptas como
derechos democráticos. Ahora bien, estas son todas concepciones pertinentes
ante las cuales nosotros, los socialistas, deberíamos estar mucho
más atentos de lo que frecuentemente hemos estado en el pasado. Pero
el demos, como poder popular, ha estado visiblemente ausente de esta
definición de democracia. En realidad, no existe inconsistencia fundamental
alguna entre el gobierno constitucional, las normas del Estado
de Derecho y las reglas de las clases propietarias.
El punto central de esta definición de democracia es limitar el
poder arbitrario del Estado a fin de proteger al individuo y la “sociedad
civil” de las intervenciones indebidas de aquel. Pero nada se dice
sobre la distribución del poder social, es decir, la distribución de poder
entre las clases. En realidad, el énfasis de esta concepción de democracia
no lo encontramos en el poder del pueblo sino en sus derechos
pasivos; dicha concepción no señala el poder propio del pueblo como
soberano sino que, en el mejor de los casos, apunta a la protección de
derechos individuales contra la injerencia del poder de otros. De tal
modo, esta concepción de democracia focaliza meramente en el poder
político, abstrayéndolo de las relaciones sociales, al tiempo que apela a
un tipo de ciudadanía pasiva en la cual el ciudadano es efectivamente
despolitizado.
Por ejemplo, podemos considerar los discursos de los gobiernos
de las sociedades capitalistas avanzadas –Gran Bretaña, EE.UU.– sobre
las reformas democráticas, cuando estas tienden a restringir los derechos
de los sindicatos. Los representantes de estos gobiernos dicen estar
defendiendo los derechos democráticos de los individuos contra la opresión
colectiva (ejercida por el sindicato). En este sentido, recuerdo vívidamente
cómo, durante la huelga de mineros británicos a mediados de
los ochenta, el Partido Laborista atacó a los mineros como si ellos fueran
enemigos de la democracia, esencialmente porque sus acciones eran “excesivamente”
políticas. La política es algo que hacen los representantes
elegidos en el Parlamento. Los individuos privados se comprometen políticamente
sólo en el momento en que votan. Los trabajadores y los sindicatos
deberían apegarse a sus propias esferas de incumbencia y a sus
contiendas “industriales” en sus lugares de trabajo. En este marco, aun el
derecho a votar no es concebido realmente como un ejercicio activo del
poder popular, sino como la ejecución de un derecho pasivo más.

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De una manera u otra, entonces, las concepciones dominantes
de democracia tienden a reemplazar la acción política con ciudadanía
pasiva; enfatizar los derechos pasivos en lugar de los poderes activos;
evitar cualquier confrontación con concentraciones de poder social,
particularmente con las clases dominantes; y, finalmente, despolitizar
la política. Para dar cuenta de cómo sucedió esto, trataré de sintetizar
el relato de una larga historia.
Comencemos por retomar la idea original griega de “democracia”.
Tomemos, por ejemplo, la definición de Aristóteles: democracia es una
constitución en la cual “los nacidos libres y pobres controlan el gobierno
–siendo al mismo tiempo una mayoría”. El filósofo griego distinguió a
la democracia de la oligarquía, definiendo a la segunda como el régimen
de gobierno en el cual “los ricos y bien nacidos controlan el gobierno
–siendo al mismo tiempo una minoría”. El criterio social –pobreza en
un caso, riqueza y nobleza en el otro– juega un papel central en ambas
definiciones y es preponderante aun respecto del criterio numérico.
Un antiguo historiador ha incluso sugerido que, al menos para
sus oponentes (quienes pudieron aun haber inventado el término), la
democracia significó algo análogo a la “dictadura del proletariado”, en
un sentido peyorativo del término. Por supuesto, él no quiso decir que
en la antigua Grecia existía un proletariado en el sentido moderno del
término. Específicamente, a lo que apuntaba era a remarcar que, para
los oponentes de la democracia, esta forma del poder del pueblo era una
forma de dominación ejercida por la gente común sobre los aristócratas.
En otras palabras, esto implicaba la sujeción de la elite a la masa.
Por supuesto, en este tramo, debemos decir que es complejo
aplicar la palabra democracia a una sociedad con esclavitud en gran
escala y en la cual las mujeres no tenían derechos políticos. Pero es
importante comprender que la mayoría de los ciudadanos atenienses
trabajaban para vivir, y trabajaban en ocupaciones que los críticos de
la democracia consideraban como vulgares y serviles. La idea de que la
democracia consistió en el imperio de una clase ociosa que dominaba
a una población de esclavos es sencillamente errónea. Este fue el punto
central de la oposición antidemocrática. Los enemigos de la democracia
odiaban este régimen sobre todo porque otorgaba poder político al
pueblo formado por trabajadores y pobres.
En realidad, podríamos decir que el tópico que dividía a los sectores
democráticos de los antidemocráticos era si la multitud o el pueblo
trabajador debían tener derechos políticos, ya que se dudaba de
que tales personas fueran capaces de elaborar juicios políticos. Este es
un tema recurrente no sólo en la antigua Grecia, sino también en los
debates sobre la democracia a lo largo de la mayor parte de la historia
occidental. La pregunta constante de los críticos de la democracia era
básicamente la siguiente: si quienes necesitan trabajar para vivir po-

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seen el tiempo suficiente para reflexionar sobre política; pero, además,
si aquellos quienes nacieron con la necesidad de trabajar para sobrevivir
pueden ser lo suficientemente libres de mente o independientes
de espíritu como para realizar juicios políticos. Para los atenienses democráticos,
por otro lado, uno de los principios primordiales de la democracia
se sustentaba en la capacidad y el derecho de tales personas
para realizar juicios políticos y hablar sobre ellos en asambleas públicas.
Ellos incluso tenían una palabra para esto, isegoria, que significa
“igualdad” y “libertad” de expresión (y esta última no sólo en el sentido
en que nosotros la entendemos en la actualidad).
Esta idea distintiva que trascendió de la democracia griega, sin
embargo, no encuentra paralelo en nuestro propio vocabulario político.
Nótese, por ejemplo, la diferencia entre la antigua idea de ciudadanía
activa y la actual variante más pasiva que vengo desarrollando. Incluso,
la noción de libertad de expresión como nosotros la conocemos tiene
que ver con la ausencia de interferencias en nuestro derecho de difundir
nuestras opiniones. La noción de igualdad de expresión, tal como
la entendían los atenienses, se relacionaba con el ideal de participación
política activa de pobres y trabajadores. De modo que la idea griega
de igualdad de expresión sintetiza las principales características de la
democracia ateniense: el énfasis en una ciudadanía activa y su enfoque
sobre la distribución del poder de clase.
Ahora bien, las objeciones hechas por los antiguos antidemocráticos
fueron reiteradas una y otra vez en los últimos siglos. En este sentido,
la democracia continuó siendo sencillamente una mala palabra entre las
clases dominantes. La pregunta entonces es: ¿cómo la democracia dejó
de ser una mala palabra, aun entre las clases dominantes? Y seguidamente:
¿cómo se tornó posible, tanto como necesario, incluso para esas
clases dirigentes, el hecho de reivindicarse como democráticas?
Obviamente, una de las principales respuestas se relaciona con
las luchas populares que eventualmente hicieron imposible continuar
negando derechos políticos primordiales a las masas, y particularmente
a la clase trabajadora. Una vez que esto sucedió, las clases dominantes
tuvieron que adaptarse a las nuevas condiciones, tanto política como
ideológicamente. Con el inicio de las campañas electorales de masas de
fines del siglo XIX, los antidemocráticos difícilmente podían ser abiertamente
honestos respecto de sus sentimientos anti-populares. ¿Qué
candidato podía decir a sus votantes que los consideraba demasiado
estúpidos e ignorantes como para elegir por ellos mismos qué era lo
mejor en política, y que sus demandas eran tan absurdas como peligrosas
para el futuro del país?, se preguntaba Eric Hobsbawm (1988). Así
que, repentinamente, todos eran democráticos.
Sin embargo, hay más en esta historia. Mucho ocurrió antes del
siglo XIX que habilitó la posibilidad de esta nueva estrategia ideológica.

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Existieron cambios materiales y estructurales que modificaron el significado
y las consecuencias de la democracia. Precisamente estos cambios
aseguraron que, cuando la democratización moderna tuvo lugar –especialmente
bajo la forma del sufragio universal–, esta no representara
tanta diferencia como la que podría haber provocado previamente, o
como quienes lucharon por ella hubieran esperado. Como trataré de explicar,
el capitalismo posibilitó que los derechos políticos se convirtieran
en universales sin afectar fundamentalmente a la clase dominante.
Consideremos las implicancias de la democracia en el mundo
antiguo. En cada sociedad previa al desarrollo del capitalismo, dondequiera
que la explotación haya existido, fue alcanzada por lo que Marx
llamó “medios extra-económicos”. En otras palabras, la capacidad de
los productores directos de extraer plusvalía dependió en una forma u
otra de la coerción directa ejercida por la superioridad militar, política
y jurídica de la clase explotadora. En muchas de estas sociedades, los
campesinos fueron los principales productores directos, y continuaron
con la posesión de los medios de producción, como la tierra. Las clases
dirigentes los explotaban esencialmente mediante la monopolización
del poder político y militar, a veces con la mediación de alguna clase
de Estado centralizado que cobraba impuestos a los campesinos, o incluso
mediante alguna otra clase de poder militar y jurisdiccional que
les permitía extraer plusvalía de estos por su condición dependiente de
sirvientes o peones que los obligaba a aceptar un decomiso en la forma
de renta para sus señores. En otras palabras, el poder económico y el
político se fusionaban, y hubo siempre una división, más o menos clara,
entre dirigentes y productores, entre quienes detentaban el poder político
y los que componían la sociedad trabajadora.
Pero en la antigua democracia ateniense, los campesinos y otros
productores directores participaban del poder político, y esto debilitaba
drásticamente el poder de explotación de los ricos o clases apropiadoras.
En esta democracia, las clases productoras no sólo tenían derechos políticos
sin precedentes sino que también, y por la misma razón, disfrutaban
de un cierto grado de libertad –igualmente sin antecedentes– respecto de
la explotación por medio de impuestos y renta. Entonces, la importancia
de la democracia era económica al mismo tiempo que política.
Todo esto cambió con el desarrollo del capitalismo. La capacidad
de explotación de los capitalistas no depende directamente de su poder
político o militar. Ciertamente, los capitalistas necesitan del sustento
del Estado, pero sus poderes de extracción de plusvalía son puramente
económicos: los trabajadores desposeídos de la propiedad de sus medios
de producción están forzados a vender su fuerza de trabajo por un
salario para lograr acceder a dichos medios y procurar su subsistencia.
El poder político y el económico no están unidos de la misma forma en
que lo estaban previamente.

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Desde entonces y hasta ahora existe una esfera económica distintiva,
con su propio sistema de compulsión y coerción, sus propias
formas de dominación, su propias jerarquías. El capital, por ejemplo,
controla el lugar de trabajo y tiene un manejo sin precedentes del proceso
laboral. Y, por supuesto, existen las fuerzas del mercado, mediante
las cuales el capital localiza el trabajo y los recursos. Ninguno de estos
elementos está sujeto al control democrático o a la rendición de cuentas.
La esfera política concebida como el espacio donde las personas se
comportan en su carácter de ciudadanos –antes que como trabajadores
o capitalistas– está separada del ámbito económico. Los individuos
pueden ejercitar sus derechos como ciudadanos sin afectar demasiado
el poder del capital en el ámbito económico. Aun en sociedades capitalistas
con una fuerte tradición intervencionista del Estado, los poderes
de explotación del capital suelen quedar intactos por la ampliación de
los derechos políticos.
Es evidente entonces, que la democracia en las sociedades capitalistas
significa algo muy diferente de lo que representó originariamente
–no simplemente porque el significado de la palabra ha cambiado,
sino porque también lo hizo el mapa social en su totalidad. Las relaciones
sociales, la naturaleza del poder político y su relación con el poder
económico, y la forma de la propiedad han cambiado. Ahora es posible
tener un nuevo tipo de democracia que está confinada a una esfera puramente
política y judicial –aquello que algunos denominan democracia
formal– sin destruir los cimientos del poder de clase. El poder social
ha pasado a las manos del capital, no sólo en razón de su influencia
directa en la política, sino también por su incidencia en la fábrica y en
la distribución del trabajo y los recursos, así como también vía los dictados
del mercado. Esto significa que la mayoría de las actividades de
la vida humana quedan por fuera de la esfera del poder democrático y
de la rendición de cuentas.
Todas estas transformaciones, por supuesto, no sucedieron de
la noche a la mañana, y el proceso no tuvo una evolución natural e
inevitable. Fue desafiado a cada paso del camino. En aquellos primeros
años del capitalismo no era tan claro que los efectos del poder político
de las clases dominadas estarían al final tan limitados. Hacia el siglo
XVII y aún en el siglo XVIII, muchos de los temas básicos, especialmente
vinculados con los derechos de propiedad, todavía no estaban
resueltos o eran fervientemente desafiados. La masa de la población no
era aún un proletariado desposeído sujeto al mero poder económico del
capital. Los grandes propietarios todavía dependían mucho del control
del Estado para sostener el proceso de acumulación de la tierra, la expropiación
de los pequeños productores, la extinción de los derechos
consuetudinarios de la gente y la redefinición misma del derecho de
propiedad. En aquellos días, la soberanía popular podría haber mar-

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cado una diferencia mucho más amplia que la que puede lograr en la
actualidad. En aquel entonces, todavía parecía esencial para la clase
dirigente –y en verdad lo era– mantener la antigua diferenciación entre
gobernantes y productores; entre explotadores, políticamente privilegiados,
y clases explotadas, sin derechos políticos.
De todas formas, a mediados del siglo XIX, cuando el desarrollo
del capitalismo fue mucho más avanzado en Gran Bretaña, la contienda
por el voto fue una parte importante de las luchas de la clase trabajadora
–especialmente para los cartistas en Inglaterra. Pero lo más interesante
fue que, después del intento frustrado del Cartismo, la pelea por
los derechos políticos o democráticos dejó de ser central para las luchas
de la clase trabajadora. Esto no quiere decir que la lucha política fue
abandonada por completo, pero los movimientos de la clase trabajadora
dirigieron cada vez en mayor medida su atención a las luchas en el
espacio industrial. Ciertamente, en parte debido a la represión ejercida
por el Estado. Sin embargo, a mi juicio, existe una razón estructural más
profunda. Hacia la segunda mitad del siglo XIX, el mapa social había
cambiado ya lo suficiente como para transformar las reglas de la política.
Para entonces, la cuestión de la propiedad se había resuelto a favor
del capital, y existía en Inglaterra una masa proletaria de trabajadores
–sin propiedad. Adicionalmente, el capitalismo industrial había avanzado
lo suficiente como para que el capital ganara control en el lugar
de trabajo y en el proceso laboral. En otras palabras, la conformación
de una esfera económica más o menos separada con su propio sistema
de poder se había realizado. De modo que el tema primordial para la
clase trabajadora parecía estar concentrado en la producción. Cuando
finalmente apareció el sufragio, podríamos decir que fue un momento
de anticlímax. A su vez, suele decirse que las revoluciones modernas no
han tenido lugar en este tipo de capitalismo industrial avanzado, donde
el centro de la oposición se ha trasladado al lugar del trabajo y el Estado
tiene la apariencia de “neutralidad”, sino en lugares donde el Estado es
todavía muy claramente un instrumento de explotación.
Hasta aquí describí principalmente el caso británico, como primer
sistema de capitalismo industrial con un proletariado masivo. Pero
el caso de EE.UU. es especialmente singular e importante para entender
qué sucedió con el concepto moderno de democracia. En EE.UU.,
por razones históricas muy específicas, los derechos políticos fueron
distribuidos más ampliamente y mucho antes en el proceso de desarrollo
capitalista, incluso con anterioridad al surgimiento de un proletariado
masivo. Cuando la Constitución de EE.UU. se redactó, las clases
propietarias eran conscientes de los peligros de la extensión de los
derechos políticos, pero las viejas estrategias aplicadas por otras clases
dirigentes ya no podían ser utilizadas. La existencia de un cuerpo
ciudadano activo surgido del período colonial y de la Revolución tor  

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naba imposible la opción de negar al pueblo sus derechos políticos en
la nueva Constitución; no podía mantenerse nada parecido a la antigua
separación entre dirigencia y productores, entre una elite políticamente
privilegiada y una masa sin opción al voto.
Las clases propietarias adoptaron una estrategia diferente, una
estrategia ideológica y constitucional que hiciera mucho más factible
limitar el daño que ocasionaría la extensión de los derechos políticos.
Precisamente esta estrategia ha tenido profundos y duraderos efectos
en nuestra moderna definición de democracia.
Los padres fundadores de EE.UU. redefinieron la democracia.
Efectivamente, redefinieron sus dos componentes esenciales –el demos
o pueblo y el kratos o poder. El demos perdió su significado de clase y
se convirtió en una categoría política antes que social. Y el kratos fue
compatibilizado con la alienación del poder popular; es decir, fue convertido
en lo opuesto a lo que significaba para los antiguos atenienses.
Aun cuando dejáramos a un lado la exclusión de esclavos y mujeres,
la redefinición estadounidense de democracia implicó diluir el poder
popular, incluyendo el poder de los ciudadanos varones quienes constituían
el pueblo o la nación política.
Permítanme, en esta instancia, dejar algo bien en claro. En realidad,
a los padres fundadores de la Constitución norteamericana les
desagradaba la democracia y no querían construir una. En rigor, ellos
diferenciaban claramente su “república” de la democracia tal como era
entendida convencionalmente. Sin embargo, la injerencia de elementos
más democráticos influyó en el debate y los forzó a una mutación retórica;
así es que en ocasiones ellos denominaban a su república como
una “democracia representativa”. En esta nueva concepción de democracia,
el demos o “pueblo” era crecientemente despojado de su significado
social. Las nuevas condiciones históricas hicieron posible dotar
al “pueblo” de un significado puramente político. El pueblo ya no era
la gente común, los pobres, sino un cuerpo de ciudadanos que gozan
de ciertos derechos civiles comunes. La particular definición de representación
del pueblo buscó expandir la distancia entre la ciudadanía y
el poder, actuar como filtro entre las personas que accedían al estatus
de ciudadano y pasaban a conformar el pueblo y el Estado, e incluso
identificar la democracia con el gobierno o mandato de los ricos –como
por ejemplo lo hizo Alexander Hamilton cuando argumentó contra la
representación “actual” e insistió en que los comerciantes eran los representantes
naturales de los artesanos y trabajadores.
De modo que los padres fundadores norteamericanos crearon un
ciudadanía pasiva, una colección de ciudadanos –“el pueblo”– concebida
como una masa de individuos atomizados –no como una categoría 

social como el demos ateniense, sino como un grupo de individuos aislados
con una identidad política divorciada de sus condiciones socia-
  
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les, especialmente en lo que se refiere a su pertenencia de clase. Las
elecciones se transformaron en el “todo” –las elecciones en donde cada
individuo actúa solo, no únicamente en términos de privacidad sino
también en lo que hace al aislamiento respecto de todos los demás. En
tal circunstancia, el voto individual reemplaza cualquier tipo de poder
colectivo. Esto es también, sin duda, lo que los gobiernos han tratado de
lograr con sus propuestas de reformas sindicales. Si los sindicatos deben
existir, es mejor que estén formados por miembros aislados, sin contacto
entre sí, en lugar de miembros que ejercen su poder como colectivo.
De manera que en EE.UU. se inventó una nueva concepción de
democracia, formada por muchos individuos particulares y aislados
que renunciaban a su poder para delegarlo en alguien más y disfrutar
en forma pasiva de ciertos derechos cívicos y libertades básicas. En
otras palabras, ellos inventaron un concepto de ciudadanía pasiva, nosocial
e incluso despolitizada. Pero, al menos, la democracia era definida
todavía como el gobierno del pueblo (gobierno “del, por y para el
pueblo”), aun cuando el pueblo se había convertido en una categoría
social neutra y su gobierno era sumamente débil e indirecto. En el siguiente
siglo, habría otros desarrollos del concepto de democracia.
Lo que observamos en el siglo XIX es la creciente identificación
de la democracia con el liberalismo, la creciente tendencia a cambiar
el foco de discusión sobre la democracia de la idea de poder popular
hacia la clase de límites constitucionales y derechos pasivos ya mencionados
anteriormente. Estos derechos y límites son, como dije, valiosos
en sí mismos, pero no son por sí mismos necesariamente democráticos.
A lo que me refiero aquí es a la estrategia ideológica de reducción e
identificación de la democracia con estos límites y derechos liberales.
Precisamente con esta estrategia aparece toda una nueva historia de la
democracia que, en lugar de trazar el progreso del poder popular, orienta
y convoca nuestra atención hacia algo diferente.
En el siglo XIX, la democracia fue tratada como una ampliación
de los principios constitucionales antes que como una expansión del
poder popular. Se trataba de una disputa entre dos principios políticos
y no del resultado de una lucha de clases o entre fuerzas sociales –señores
versus campesinos, capital versus el trabajo.
Por ejemplo, el gran pensador liberal, John Stuart Mill, describió
el progreso político en términos del conflicto entre autoridad y libertad
o bien como aquello que en ocasiones él llamó el dominio de la violencia
versus el dominio de la ley o la justicia. No se trataba de la disputa
entre ricos y pobres o entre explotadores y clases explotadas. En estas
historias, el énfasis no está puesto en el ascenso de la gente común, el
demos, a altos niveles de poder social. Por el contrario, el acento está
puesto en la limitación del poder político y la protección contra la tiranía,
y en la creciente liberación del ciudadano individual respecto del

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Estado, las regulaciones comunales y las identidades y lazos tradicionales.
Los héroes en estas historias no son quienes han luchado por el
poder de la gente (los levellers, los chartists, los sindicatos, los socialistas,
etcétera). En su lugar, nuestros héroes pertenecen a las clases
propietarias, quienes concibieron para nosotros nuestra Carta Magna
–la tan mentada Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra– y la Constitución
de EE.UU.
Es cierto que, especialmente desde la Segunda Guerra Mundial,
las sociedades capitalistas avanzadas –algunas más que otras– han
agregado una nueva dimensión a la idea de democracia, bajo la forma
de asistencia social. Algunas personas aún hablan acerca del desarrollo
de los derechos sociales y de una “ciudadanía social”. Así pues, si bien
este hecho ha sido de gran importancia para corregir el daño causado
por el capitalismo, a los fines de nuestra exposición nos interesa señalar
que incluso esta ciudadanía social es concebida en términos de derechos
pasivos.
Nuevamente, todos estos cambios en el concepto de democracia
fueron posibles por las características del capitalismo, la particular
relación entre capital y trabajo, y la también específica relación capitalista
entre las esferas económica y política. Entonces, ¿dónde estamos
parados en la actualidad? Pues bien, los movimientos anticapitalistas
actuales han instalado la democracia en el centro de sus debates en
una forma que no ha sido siempre verdaderamente de izquierda. Y esta
identificación del anticapitalismo con la democracia parece sugerir que
estos movimientos reconocen una contradicción fundamental entre capitalismo
y democracia, pero esto no significa lo mismo para todos.
Por un lado, por ejemplo, están aquellos para quienes la democracia es
compatible con un capitalismo reformado, en el cual las grandes corporaciones
son socialmente más conscientes y rinden cuentas a la voluntad
popular, y donde ciertos servicios sociales son cubiertos por instituciones
públicas y no por el mercado o, por lo menos, son regulados por
alguna agencia pública que debe rendir cuentas. Esta concepción puede
ser menos anticapitalista que anti-neoliberal o anti-globalización. Por
otro lado, están aquellos que creen que, aun cuando es siempre crucial
luchar por cualquier reforma democrática posible en la sociedad capitalista,
el capitalismo es en esencia incompatible con la democracia
–personalmente me sitúo en esta última perspectiva.
Existe otro problema adicional. Muchos desde la izquierda anticapitalista
creen que el viejo terreno de las luchas políticas ya no
está en juego a causa de la globalización. El Estado-nación, que solía
ser la arena principal de las políticas democráticas, está abriéndose
camino a la globalización, de modo que tendríamos que encontrar
alguna otra posibilidad de oponernos al capital –si es que cabe pensar
en esta posibilidad.

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El planteo más reciente en este sentido es el desarrollado por
Hardt y Negri en su libro Imperio (2002). Ellos nos dicen que el poder
del capital imperial está en todas partes y en ninguna. El Imperio, dicen,
es un “no-lugar”. Y debido a que no hay puntos tangibles de concentración
del poder capitalista, no puede existir realmente un contrapoder.
En este sentido es que tenemos que pensar en políticas de oposición
en términos diferentes, aunque lo que esto pueda significar los autores
nunca lo dejan del todo claro.
Hardt y Negri son mucho más específicos en lo que respecta al
tipo de luchas que no creen posibles, y entre ellas incluyen los conflictos
locales y nacionales, las luchas de los movimientos de trabajadores y algunas
otras. Mucha gente que integra el movimiento anticapitalista ve
en Imperio un manifiesto optimista para sus políticas, pero a mi juicio
se trata justamente de todo lo contrario. En mi opinión, esta obra parece
expresar un profundo pesimismo sobre la posibilidad de una lucha
democrática y anticapitalista. Creo que están equivocados. Es simplemente
falso que no existan puntos tangibles de concentración del poder
capitalista. No es verdad que el estado territorial que conocimos se
encuentre en declinación frente a la economía global. Por el contrario,
creo que el capital depende más que nunca de un sistema de estados
locales que administren el capitalismo global.
El problema del Estado en el capitalismo internacional es más
complicado dado que el capitalismo global no posee un Estado internacional
que lo sustente y, hasta el momento, tampoco creo que construya
tal Estado. La forma política de la globalización no es un Estado internacional
sino un sistema de varios estados nacionales; de hecho, considero
que la esencia de la globalización es una creciente contradicción
entre el alcance global del poder económico capitalista y el mucho más
limitado alcance de los estados territoriales que el capitalismo necesita
para sostener las condiciones de acumulación. Precisamente esta contradicción
también es posible y necesaria por aquella división propia
del capitalismo entre economía y política.
En resumidas cuentas, mi argumento sostiene que lo que estamos
presenciando en el nuevo imperialismo norteamericano es un esfuerzo
continuo por lidiar con la contradicción entre la esfera de acción
del poder económico y la continua dependencia del capital de un sistema
global de estados territoriales. Esto representa, sin lugar a dudas,
un peligro para el mundo en su conjunto, pero a la vez nos habla de algo
más. Hasta aquí he explicado qué hace al capitalismo compatible con
cierta clase de democracia, y qué hace posible que las clases dominantes
acepten este tipo de régimen –el hecho de la separación de las esferas
política y económica. Esta situación ha hecho posible la tolerancia
de los partidos de la clase trabajadora en la política, incluso sin haber
estado nunca las clases dominantes de acuerdo con esta idea. Pero ade  

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más sostuve que esta vieja separación ha sido desbaratada porque el
capital internacional necesita del Estado más que nunca para organizar
los circuitos económicos que el capital no puede manejar por sí mismo.
Porque el capital depende, tal vez hoy más que nunca, de un sistema
global de estados, las luchas verdaderamente democráticas –entendidas
como contiendas para cambiar el balance de poder de clase tanto
dentro como fuera del Estado– pueden llegar a tener un efecto mucho
mayor que en épocas anteriores.

BIBLIOGRAFÍA
Aristóteles 1986 La Política (Buenos Aires: Alianza).
Hamilton, Alexander; Madison, James y Jay, John 1998 (1780) El
Federalista (México DF: Fondo de Cultura Económica).
Hardt, Michael y Negri, Antonio 2002 Imperio (Buenos Aires: Paidós).
Hobsbawm, Eric 1988 La era del imperio: 1875-1914 (Barcelona: Labor).
Wood, Ellen Meiksins 2000 Democracia contra capitalismo. La renovación
del materialismo histórico (México DF: Siglo XXI).


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