Por EDUARDO GRÜNER
Quisiéramos comenzar citando textualmente un párrafo ya canónico, extraído del capítulo XXIV de El Capital de Marx. El párrafo dice así:
El descubrimiento de las comarcas
auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y
soterramiento en las minas de población aborigen, la conquista y saqueo
de las Indias Orientales, la transformación de Africa en un coto
reservado para la caza comercial de pieles-negras, caracterizan los
albores de la era de la producción capitalista. Estos procesos idílicos
constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria.
Pisándoles los talones, hace su aparición la guerra comercial entre las
naciones europeas, con la redondez de la tierra como escenario [1].
La verdad es que este párrafo es extraordinario. En pocas líneas
plantea, de manera ultra-condensada, prácticamente todos los temas que
deberemos desplegar a continuación. Empecemos, entonces, por hacer el
listado de esas cuestiones que está planteando el párrafo.
- La expansión colonial, y la consiguiente conquista –con superexplotación de sus habitantes incluida –de lo que a partir de entonces se transformará en la “periferia” (América, África, las Indias Orientales) son “factores fundamentales” de la acumulación originaria del capitalismo.
- Esta época caracteriza ya “los albores de la era de la producción capitalista”; es decir –como lo dirá Marx mismo más adelante– forma parte ya de la historia de ese capitalismo.
- El escenario de este “drama” es ya, desde el inicio, mundial (“…con la redondez de la tierra como escenario”).
- En parte como consecuencia de lo anterior, se desplegará sobre este escenario también otro “drama” que se intersecta con el de la colonización: el de la rivalidad entre las grandes potencias “centrales” por el control del nuevo mercado mundial.
- La “ideología dominante” –esa colonialidad del poder/saber, como la llama Quijano, que se conformará a partir del proceso de “mundialización” del capital y de “capitalización” del mundo– presentará al proceso de expoliación de la ahora periferia como una serie de “procesos idílicos” destinados a exportar la “civilización” a las sociedades “salvajes”.
Esta sola enumeración plantea un problema adicional, que ha motivado
innumerables debates, y que está muy lejos de haber quedado resuelto:
¿Por qué el capitalismo emergió antes y justamente en
Europa, y no en cualquier otra región, facilitando así la identificación
“eurocéntrica” entre Europa y la “modernidad”? No hay un nítido
consenso al respecto, aunque en términos generales se pueda apostar a
que las hipótesis se terminen reduciendo, en definitiva, a variantes de
dos propuestas básicas: la de Marx y la de Weber. O una combinación de
ambas, como la ensayó en su momento Karl Löwith.
Lo importante es que el párrafo –así como el resto del razonamiento
de Marx en este capítulo– permite apreciar hasta qué punto decisivo la construcción de eso llamado centro se hizo sobre los cimientos de la periferización del
resto del mundo, y muy particularmente la de América. La paradoja es
que, “dialécticamente”, esa “periferización” se llevó a cabo a costa
de las lógicas no-capitalistas de las sociedades “pre-modernas”, que
fueron incorporadas a la lógica de la producción de mercancías ya siempre como
periféricas y subordinadas, como predestinados “perdedores” del tren de
la Historia, según lo creía Hegel. Para una gran parte del mundo, pues,
la incorporación violenta al capitalismo, lejos de representar un progreso, significó una monumental regresión tanto
en el campo “económico” como socio-cultural (esta inferencia, desde
luego, desmiente ciertas lecturas apresuradas que hacen de Marx un
“pro-colonialista” objetivo).
Es imprescindible introducir en el análisis, asimismo, la variable clase.
Dentro de la periferia, las clases coloniales fundamentalmente
terratenientes, dominantes a nivel “local”, obtuvieron inmensas
ganancias a costa de la superexplotación coercitiva de la fuerza de
trabajo esclava o semi-esclava. Al revés, en las sociedades “centrales”,
la mayoría de los habitantes rurales, progresivamente despojados de sus
tierras y forzados a la proletarización, vieron seriamente afectada su
calidad de vida y su seguridad económica. Aquí es importantísimo,
pues, introducir la discusión de la perspectiva “clasista” en el
análisis del capitalismo, ya que esta perspectiva, en opinión de muchos
autores, es antagónica con teorías como la del sistema-mundo o las teorías post/de-coloniales. En nuestra opinión, por el contrario, ambas son estrictamente complementarias y perfectamente articulables.
Ahora bien, no cabe duda (y el cap. XXIV vuelve a certificarlo) que
la línea divisoria entre esas clases pasa por la propiedad o no de los
medios de producción. Pero la formulación precisa del concepto de explotación ha sido muy debatida. Como sabemos ya desde el capítulo I de El Capital, para Marx la ganancia del capitalista se genera en la esfera de (las relaciones de) producción, con la extracción de plusvalía no remunerada de la fuerza de trabajo, y se realiza en
la esfera del intercambio, transformada en renta monetaria. ¿Pero es
eso todo? Uno de los temas más complejos es el del rol cumplido por los
mercados y las relaciones económicas internacionales en la determinación
de aquellos excedentes de producto y de trabajo que,
“expropiación” mediante, son los objetos de la “explotación” por parte
de las clases (y, en el caso del colonialismo, de los
“Estados-naciones”) dominantes. La clave de la “ganancia” capitalista
es, pues, la explotación objetiva de una clase por otra. El “mercado” realmente decisivo para esta operación es, entonces, el mercado de trabajo. Sobre esto no hay discusión posible, al menos desde una perspectiva nítidamente “marxista”. El problema es cuánto peso efectivo
le damos a la esfera de la circulación en tanto “contribuyente” a las
relaciones de explotación. Del hecho de que las relaciones de producción
sean correctamente tomadas como analíticamente anteriores y prioritarias respecto
del mercado, no se deduce necesariamente que las relaciones de
intercambio deban ser tomadas como meros epifenómenos secundarios: “Los
economistas de esta convicción”, dice Bowles, “parecen haber pasado por
alto la ironía de Marx, cuando este se refiere a la esfera de la
circulación como el mismísimo Paraíso de los derechos naturales del
hombre” [2]. Lo que significa esto es que, si tratamos de ir más allá de
un “economicismo” marxista –que por cierto no es el de Marx– que por
así decir congela a la “fábrica” como el locus exclusivo de la
lucha de clases, e introducimos también otro tipo de variables
“superestructurales” (políticas, culturales, etcétera), entonces podemos
comprender que los mercados pueden ser también escenarios nada
menores del conflicto de clases. Por ejemplo: especial pero no
únicamente en el caso de las relaciones económicas internacionales, la formación de precios y el flujo de capitales
en el mercado global pueden ser unos determinantes centrales de la tasa
de explotación, así como del tamaño del producto excedente. Pero,
obsérvese que, mientras a los precios de intercambio los fija, en última
instancia, el capital “imperial” de manera unilateral, el “flujo de
capitales” se produce en las dos direcciones. En el colonialismo
“clásico”, y nuevamente ahora, en la etapa llamada de “globalización”,
ese flujo es, a través de varias operaciones, más intenso desde la “periferia” al “centro” que viceversa.
Desde la perspectiva del sistema-mundo, pues, de esa “redondez
de la tierra” de la que habla Marx, la lucha de clases no solamente no
queda “secundarizada”, sino que se complejiza: las clases dominadas del país dominado están en lucha simultáneamente contra la fracción de su
propia clase dominante que más se beneficia con la relación colonial y
con las clases dominantes del “centro”, mientras otra fracción de las
clases dominantes “periféricas” puede desarrollar conflictos secundarios
con las clases dominantes “centrales” (conflictos que, en el siglo XIX,
son el trasfondo de la mayoría de los procesos independentistas, que en
muchos casos se llevaron a cabo en beneficio de otras clases dominantes
“centrales”: las inglesas en lugar de las españolas, por ejemplo).
Siempre atendiendo al razonamiento del Cap. XXIV, comprobamos que hay una dialéctica compleja: es porque (y no a pesar de que) el sistema-mundo
ya ha entrado en la fase avanzada de “acumulación originaria” de
capital, que requiere de un “desarrollo desigual y combinado” de relaciones de producción:
la esclavitud –o cualquier otra forma “extra-económica” de control de
la fuerza de trabajo para la exacción del excedente– le era necesaria a
ese proceso de acumulación para dotarse de una fuerza de trabajo lo
suficientemente “masiva” como para producir, también “masivamente”,
mercancías destinadas a un mercado ya tendencialmente mundial y en
acelerada expansión.
Y si quisiéramos complejizar aún más la cuestión, podríamos
introducir aquí la importante distinción que hace Istvan Meszáros entre capitalismo y Capital [3]. Este último, entendido como un metafórico “sociometabolismo” o “modo de reproducción económico-social”, no puede reducirse plenamente al primero, ya que implica a todos
los niveles o registros del sistema de reproducción (el político, el
ideológico-cultural, el institucional, el del desarrollo de la “sociedad
civil”, el de lo que Meszáros llama “estructura de comando” del
Capital, etcétera, etcétera), y no solamente las relaciones de producción estrictamente hablando. Por supuesto que no puede existir capitalismo plenamente desarrollado sin Capital. Pero el Capital excede las determinaciones específicas del capitalismo “plenamente desarrollado”.
O sea: no puede caber duda de que, por lo menos, el régimen colonial
en América Latina pertenece por pleno derecho (más aún: es un factor
esencial) a la historia del Capital en su fase acumulativa que daría como resultado el capitalismo
“plenamente desarrollado”, y que el control de la fuerza de trabajo
mediante relaciones de producción “no-capitalistas plenamente
desarrolladas” fue una necesidad de esa fase acumulativa del Capital, además de ser el capítulo local del proceso mundial de
separación entre los productores directos y los medios de producción
que Marx, siempre en el capítulo XXIV, sindica como proceso fundacional del capitalismo; pero, nuevamente, “local” y “mundial”, en la lógica de la conformación del sistema-mundo, son dos caras de una misma moneda.
Ensayemos una suerte de resumen de lo que nos permite concluir el
cap. XXIV hasta aquí. América Latina y el Caribe, a través del comercio
colonial, el control de la fuerza de trabajo forzada, y otros mecanismos
subsidiarios pero nada menores como el sistema de impuestos y el
contrabando, proveyeron de materias primas y excedentes económicos a una
economía-mundo europea cuya premisa era la acumulación de capital y la expansión de la ganancia empresarial. En el propio interior de América Latina, combinadamente, los intereses mercantiles y el muy capitalista principio de inversión con fines de rentabilidad
constituyeron una poderosa palanca de re-estructuración radical de las
economías regionales y urbanas, así como de la tecnología y las relaciones sociales de producción utilizadas para esos objetivos. Este proceso motivó el surgimiento de la producción de mercancías,
el deterioro y a mediano plazo la destrucción de las “economías de
subsistencia”, las impresionantes inversiones de capital en las minas,
las plantaciones de azúcar y empresas por el estilo, el crecimiento
urbano –donde, al igual que sucedió parcialmente en las minas, se
desarrollaron bolsones relativamente importantes de trabajo asalariado–.
Todos estos fenómenos convergen inequívocamente en una imagen que está
lejos de ser “feudal” –como se debatía en los años 50 y 60–, sino que
sigue una nítida lógica “burguesa”, si bien por supuesto en el contexto
de su estatuto de periferia colonial, y donde se combinan desigualmente diferentes relaciones de producción bajo la hegemonía mundial de las relaciones capitalistas.
Finalmente, quisiéramos usar todo lo anterior para aludir una vez más
a un debate recurrente a propósito de la teoría marxista –la de Marx–
de la historia. Como es archisabido, esa teoría ha sufrido todo tipo de
intentos de recusación. Demos dos ejemplos, no por conocidos menos
pertinentes. Uno es el de la célebre secuencia de los modos de
producción (“comunista” primitivo, antiguo-esclavista, feudal,
capitalista) que muchas veces ha sido impugnado, y no sin ciertas
razones, por reduccionismo “evolucionista” –por el intento de condensar
la complejidad polifónica de los múltiples tiempos históricos en una
secuencia lineal– y “etnocéntrico” –por el supuesto de que la historia
en su conjunto necesariamente ha debido seguir una secuencia, aún cuando
admitiéramos su linealidad, que en todo caso solo le corresponde al
occidente europeo–.
Una consecuencia de este “evolucionismo etnocéntrico” también habría
sido, según esta imputación, la de interpretar retroactivamente a los
modos de producción no-capitalistas (o pre-capitalistas) con las
herramientas teórico-analíticas adecuadas al capitalismo,
extrapolándolas para otras formaciones históricas muy diferentes. Pero
esta crítica –plausible en sus propios términos– no toma en cuenta
suficientemente el hecho de que ya en los Grundrisse Marx analiza exhaustivamente un número de otros modos
de producción (y sus correspondientes formaciones económico-sociales)
que no pueden en modo alguno ser reducidos a los “tipos ideales” de la
aludida secuencia, y que en muchos casos son asincrónicos con esos “modos” europeos. El caso paradigmático es, por supuesto, el del llamado modo de producción asiático (o
“sociedad asiática de riego” o “despotismo asiático”), tal como se
presentan en las antiguas China o India, y en los no tan antiguos (ya
que sus caracteres centrales llegan hasta la conquista española, en los
inicios mismos del capitalismo europeo) imperios azteca o incaico, y
cuyas características formales recuerdan más que sugestivamente a
las estructuras políticas despótico-burocráticas de los socialismos
“reales” (y es por ello, claro está, que estos estudios fueron ocultados
por la jerarquía de la URSS).
Y es en los propios Grundrisse donde –basándose justamente en
sus análisis de los modos de producción extraeuropeos– Marx levanta muy
serias dudas sobre aquella extrapolación de las categorías del
capitalismo hacia otros modos de producción. En efecto, aunque su
enunciado –más bien retórico, por otra parte– de que la anatomía del
hombre explica la del mono suena a repetición de la fórmula previa
acerca de la sociedad burguesa como base para entender la historia en su
conjunto, tiene mucho cuidado en aclarar que si bien la sociedad más
tardía puede proporcionar ciertas claves sobre el carácter de sus
predecesoras, las categorías de aquella no pueden aplicarse de forma
mecánica a estas. El ejemplo obvio (y el de más importancia, en vista
del proyecto de Marx) es el del concepto moderno de “trabajo” que, pese a (y en cierto sentido debido a) su abstracción, es un producto de relaciones de producción históricamente particulares, y tiene validez plena solamente en el contexto de tales relaciones.
En los modos de producción precapitalistas, en efecto, la acumulación de riqueza (y menos aún de “capital”) nunca es un fin en sí mismo:
no hay una lógica intrínseca a la actividad económica, sino que esta
tiende a subordinarse a fines extra-económicos. Por lo tanto,
componentes “superestructurales” (para el tipo ideal del modo de
producción capitalista) como, digamos, la organización política en la
antigua Atenas, o las relaciones de dominación “personalizadas” en el
modo de producción feudal, o las estructuras de parentesco en la
sociedad “primitiva”, pueden ser esenciales para la propia estructura de esos modos de producción. No son formas sociales en las que pueda aislarse analíticamente –como sí puede hacerse, repitamos, en términos estrictamente analíticos– la “base” de la “superestructura”: esta misma posibilidad metodológica es el efecto histórico de un modo de producción como el capitalista, que tiende a “autonomizar” (ficticiamente) la esfera de lo que los economistas llaman “economía”.
Y ello para no mencionar, asimismo, que en muchos de sus estudios históricos Marx no sólo admite sino que interpreta como rasgo constitutivo la existencia de relaciones de producción diferentes –vale decir, pertenecientes a épocas históricas distintas del supuesto continuum esquematizado
en el “tipo ideal” evolutivo–, y aún contradictorios, bajo el dominio
de un modo de producción “central”, como es el caso característico de la
esclavitud en el ya “capitalizado” Sur norteamericano o en las sin duda
protocapitalistas formaciones coloniales del Caribe anglosajón o
francés, como acabamos de ver.
Pero, si esto es así, entonces la “acumulación originaria” de la que
habla Marx en el Cap. XXIV, así como el rol decisivo que tiene en ella
la explotación de las “periferias”, no es algo que ocurrió en los orígenes, sino que es algo que sigue ocurriendo, como lógica estructural
del modo de producción capitalista. No podríamos decirlo más claramente
que como lo hiciera Samir Amin hace ya más de cuatro décadas:
Cada vez que el modo de producción
capitalista entra en relación con modos de producción precapitalistas a
los que somete, se producen transferencias de valor de los últimos hacia
el primero, de acuerdo con los mecanismos de la acumulación primitiva.
Estos mecanismos no se ubican, entonces, sólo en la prehistoria del
capitalismo; son también contemporáneos. Son estas formas renovadas pero
persistentes de la acumulación primitiva en beneficio del centro, las
que constituyen el objeto de la teoría de la acumulación en escala
mundial [4].
El otro caso, también frecuentemente recusado, es el de las
consideraciones de Marx sobre la cuestión nacional/colonial. También
aquí Marx habría incurrido en pecado de evolucionismo etnocéntrico,
dando por sentada una necesaria “evolución por etapas” que las
sociedades “retrasadas” o aún “semifeudales” de la periferia deberían
alcanzar antes de que sus rebeliones anti-coloniales o
democrático-burguesas pudieran ser calificadas de progresivas para la
causa internacionalista de la revolución proletaria (y, dicho sea entre paréntesis, Marx reasume, desde otro punto de vista, su posición en Las luchas de clases en Francia
cuando afirma que, dada la dependencia de Francia respecto de su
comercio exterior, el proletariado francés jamás podría aspirar a llevar
a cabo su revolución dentro de los límites nacionales;
posiblemente este sea uno de los primeros lugares en los que Marx, si se
nos permite la reducción al absurdo, toma partido anticipadamente por
Trotsky y contra Stalin en la famosa controversia sobre la “revolución
en un solo país”).
Este “error” sería particularmente manifiesto en los famosos
artículos sobre la colonización británica de la India, o en la “defensa”
de la ocupación norteamericana del Norte de México, así como en los
escritos sobre Latinoamérica o sobre personajes como Bolívar. Sería
demasiado largo analizar aquí la no siempre evidente complejidad
dialéctica de muchos de esos escritos. Pero aún admitiendo el “error”, y
pasando por alto la escasez de información con la que pudo haber
contado Marx sobre estas cuestiones, o la (¿por qué no?) inconsciente
influencia que pudo haber recibido de las teorías evolucionistas en
boga, también habría que recordar que ya a partir de la década de 1860
Marx cambia radicalmente su posición en por lo menos dos casos nada
menores: el del movimiento revolucionario irlandés y el de las comunas
rurales rusas.
¿A dónde nos conducen estos razonamientos? Ciertamente no a ensayar
una defensa a ultranza y obcecada de cualquier cosa que haya dicho Marx,
lo cual, ya lo hemos dicho, sería muy poco respetuoso hacia el espíritu
insobornablemente crítico de nuestro autor. Simplemente a subrayar, una
vez más, que lo que importa en él (y muy especialmente en sus estudios históricos concretos) es la extraordinaria riqueza de una lógica de pensamiento de la historia, que permite incluso hacer la crítica del propio Marx cuando éste, ocasionalmente, se aparta de esa lógica. Lo cual no es en absoluto el caso de, por ejemplo, el capítulo XXIV de El Capital,
como hemos intentado mostrarlo. Por el contrario, en este y los otros
estudios que hemos citado, Marx despliega un análisis en múltiples
niveles articulados, desde el nivel teórico-estructural más general
posible hasta el del detalle local y coyuntural más particularizado. Y,
sobre todo, lo hace –como no nos cansaremos de repetir– no con fines
puramente analíticos y didácticos (que por otra parte están profunda y
ampliamente cubiertos) sino privilegiando su función de guía para la acción,
y colocando por delante, como matriz de su propio pensamiento, el
criterio político-ideológico, pero también filosófico, historiográfico y
epistemológico de la praxis social-histórica.
[1] Marx, Karl (1987): El Capital Vol, III, México, Siglo XXI.
[2] Bowles, Samuel (1988): loc. cit., p. 444.
[3] Mészaros, Istvan (2002): Para Além do Capital, São Paulo, Boitempo Editorial, esp. pp. 94/132 (“A ordem da reprodução sociometabólica do capital”).
[4] Amin, Samir (1975): La Acumulación en Escala Mundial, Mexico, Siglo XXI, pp. 11/12.
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