El tren alemán y el Teorema de la Revolución
Por Atilio Borón
Leo en Rebelión del 19 de Diciembre de 2014, que un conocido “Inspector de Revoluciones”, Guillermo Almeyra, acusa a Claudio Katz de haber incurrido en “un peligroso traspié histórico, político y teórico - explicable pero no justificable- por el contagioso ‘atilioboronismo’ que padece una parte de la izquierda y de los sectores académicos en Argentina.” [1] Ya Katz se encargará de refutar con su habitual rigurosidad las falacias contenidas en la nota de Almeyra. Concentraré en cambio mi atención en analizar el nuevo virus descubierto, seguramente que luego de sesudas investigaciones, por mi crítico.
Lo primero que quiero decir es que me causa gracia la importancia que le atribuye a mi modesta obra, capaz de “contagiar” a una parte de la izquierda y de la academia en la Argentina. Pese al empeño puesto en acrecentar el impacto (negativo) de mis ideas su apreciación guarda poca relación con la realidad. Me preocupa, eso sí, el uso de la palabra “contagio” para calificar la circulación de ideas. Es un término que usaban los jerarcas, ideólogos y publicistas de la dictadura cívico-militar argentina (y en general todos los regímenes fascistas de los años setentas) en su cruenta cruzada anticomunista. Me sorprende y me decepciona que un hombre de su larga experiencia política apele a esa palabreja para caracterizar la difusión que puedan alcanzar ciertas tesis y propuestas al interior del campo revolucionario. No entiendo las razones que llevaron a Almeyra a pensar de esa manera, pero no creo que valga la pena indagar sobre las raíces psicológicas de esta actitud.
Lo que sí quiero examinar, en cambio, es la concepción de la revolución que subyace en los diferentes escritos de Almeyra a lo largo de muchos años y que se manifiesta, de modo hiperbólico, en el texto objeto de este comentario. Pese a su adhesión al marxismo su teoría de la revolución nada tiene que ver con él. Es tributaria, en cambio, de una perspectiva “vulgohegeliana” que la concibe como una proyección de las ideas de algunos sujetos -a los cuales la verdad les ha sido revelada- sobre el devenir de la historia. Muy lejos se encuentra esta perspectiva de las tesis de Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Mao, Fidel, el Che y tantos otros, que invariablemente concibieron a la revolución como un proceso histórico y, por eso mismo, surcado por contradicciones y conflictos que hoy aceleran su marcha, mañana lo detienen y que jamás sigue un curso linealmente ascendente hacia el cielo prístino de la sociedad comunista. Bajo el influjo de los vapores embriagantes del “vulgohegelianismo” la teoría presuntamente marxista de sus mentores se volatiliza hasta convertirse en un teorema, como los de la geometría, indiferente ante los avatares de la lucha de clases, con sus avances y retrocesos y sus siempre provisorios y cambiantes resultados; impasible también ante la asfixiante presencia del imperialismo, elementos ambos que si bien brillan por su ausencia en esta corriente teórica condicionan de modo decisivo el movimiento de la historia real. De acuerdo con este teorema la revolución deja de ser el desenlace de un largo proceso histórico para cristalizarse como una imperturbable esencia ontológica, a la que se arriba en virtud de la potencia creadora del silogismo. Primera premisa: el capitalismo es explotador, injusto, inhumano y predatorio; segunda premisa: los explotados y demás víctimas son conscientes de lo que se plantea en la premisa anterior y arden en deseos de cambiar el sistema; y luego un feliz e inexorable corolario: la epifanía de la revolución. La secuencia posee una coherencia lógica incuestionable, y si la revolución no estalla es debido a la maligna intervención de villanos, líderes o partidos, que sabotean -por cobardía o por mezquinos intereses subalternos- las infalibles leyes de movimiento establecidas en el teorema y que garantizan el feliz final del proceso.
Es debido a esta concepción metafísica de la revolución como el despliegue de una idea, como un vuelo libre de fricciones (o como un proceso mental, diría el joven Marx mirando de reojo a Hegel) que la ardorosa y sangrienta fragua de las revoluciones “realmente existentes” desencanta sin remedio a los cultores del teorema y los hace víctimas de una lamentable metamorfosis que requeriría de un nuevo Kafka para describir sus grotescos matices. Producto de esta sorprendente mutación los profetas de la “Revolución Teoremática” retroceden horrorizados sobre sus pasos ante la visión de una revolución concreta, de carne y hueso, de sangre y barro, con sus certezas y desaciertos, y rápidamente se convierten en inapelables censores y acérrimos enemigos de esos procesos que se desenvuelven en el mundo real. Alguien que jamás pretendió ser un “Inspector de la Revolución” sino un líder revolucionario dijo una vez que “una revolución verdadera, una revolución profunda, ‘popular’, según la expresión de Marx, es un proceso increíblemente complicado y doloroso de agonía de un régimen social caduco y de alumbramiento de un régimen social nuevo, de un nuevo modo de vida de decena de millones de personas. La revolución es la lucha de clases y la guerra civil más enconadas, más furiosas, más encarnizadas. En la historia no ha habido ni una sola gran revolución sin guerra civil.” [2] En ese mismo texto, escrito en vísperas de la revolución de Octubre, Lenin critica a quienes aceptarían “la revolución social si la historia nos llevase a ella de una manera tan pacífica, tan serena, tan suave y cuidadosa como un tren expreso alemán llega al andén de una estación. El mozo de tren, muy digno, va abriendo las portezuelas del coche y exclama ‘Estación Revolución Social. Todo el mundo debe apearse’.” [3] Pero las revoluciones reales no son así, no son un tren alemán. Las clases sociales existen, la lucha de clases es una realidad, tanto como el imperialismo y sus infinitos tentáculos. Es en este ambiente “increíblemente complicado” en que las revoluciones se desenvuelven, desafiando y desmintiendo la pulcritud de los teoremas políticos pergeñados desde la apacible soledad del pensamiento.
Tal como lo analizáramos en detalle en un trabajo de más largo aliento, existe en el imaginario de una cierta izquierda la idea de que la revolución es un “acto”, emblematizado en la conquista violenta del poder político y perdiendo de vista el proceso -prolongado, complejo, lleno de marchas y contramarchas- que conduce a la victoria.[4] En el célebre discurso pronunciado por Fidel en la Universidad de Concepción, durante su visita a Chile a fines de 1971, decía que “la revolución tiene distintas fases. Nuestro programa de lucha contra Batista no era un programa socialista ni podía ser un programa socialista, realmente, porque los objetivos inmediatos de nuestra lucha no eran todavía, ni podían ser, objetivos socialistas. Estos habrían rebasado el nivel de conciencia política de la sociedad cubana en aquella fase; habrían rebasado el nivel de las posibilidades de nuestro pueblo en aquella fase. Nuestro programa, cuando el Moncada, no era un programa socialista. Pero era el máximo de programa social y revolucionario que en aquel momento nuestro pueblo podía plantearse.” [5]
De lo anterior quisiéramos llamar la atención sobre dos cuestiones: primero, que la revolución no es un acto súbito y único que desciende desde los cielos para incendiar la pradera popular, para usar una metáfora cara al joven Marx. Se trata de un proceso, que, recordaba Fidel, “tiene fases” signadas por avances y retrocesos, lo que hace saltar por los aires los teoremas que la conciben como un acontecimiento sencillo, “químicamente puro”, incontaminado por las circunstancias históricas concretas que la tornan posible. [6] Por eso Lenin siempre aconsejaba a los revolucionarios que estuvieran muy atentos para descifrar los signos premonitorios de un posible comienzo de una revolución, que casi invariablemente se pone en marcha a partir de circunstancias a primera vista carentes de significación “histórico-universal”, para aludir al Hegel verdadero. Un tumulto por el aumento del precio del pan en un barrio parisino desencadena una serie de procesos que culmina en la gran Revolución Francesa; la represión de una pacífica marcha obrera organizada por el cura Gapón en Enero del 1905 en San Petersburgo termina en el llamado “Domingo Sangriento” y el comienzo de una serie de reformas políticas que madurarían doce años después con el derrocamiento del zarismo; un desembarco –un naufragio, diría con sorna el Che- en las costas de Cuba de un grupo de guerrilleros a bordo del Granma da comienzo a la guerrilla de Sierra Maestra y años más tarde a la instauración del socialismo en Cuba. Estos ejemplos bastan para persuadirnos de que la marcha de la revolución es más trabada e incierta de lo que ansían los “vulgohegelianos”, lo que provoca su impaciencia primero, su ira después y finalmente su irreconciliable oposición, para beneplácito de la derecha y el imperialismo. Segundo, que el nivel de conciencia política de las masas y sus posibilidades reales de lucha no son atributos fijos, deducibles lógicamente de las contradicciones del modo de producción capitalista, sino resultados contingentes que reflejan el grado de organización del campo popular, el desarrollo de la conciencia revolucionaria y la eficacia de la estrategia y tácticas empleadas por los partidos y las organizaciones populares de izquierda para acumular fuerza política y capacidad de movilización. Ergo, son productos históricos y no abstracciones silogísticas que pueden asumirse como existentes a partir de supuestos apriorísticos.
Para resumir: los cultores del Teorema de la Revolución padecen de una pertinaz miopía para tomar nota de la lucha de clases en su convulsionada concreción y de una incurable ceguera para percibir -¡ni digamos explicar!- el fenómeno del imperialismo y su profunda, insoslayable, inserción en la dinámica económica, social y política de los países de Nuestra América. Esto hace que estos modernos Torquemadas descarguen toda su furia contra las revoluciones, pasadas y presentes, que en sus recorridos y en sus desempeños no guardan relación alguna con lo que ellos imaginaran. Eso termina convirtiéndolos en implacables enemigos de la revoluciones en Rusia, China, Vietnam, Cuba, Nicaragua y, más tarde, de los procesos revolucionarios en curso en Bolivia, Ecuador y Venezuela, llevando agua al molino de la reacción y el imperialismo que por supuesto aprovechan de sus servicios para escarnecer y atacar, desde posturas supuestamente de izquierda, a quienes tratan de crear un mundo mejor. Mientras tanto, a los Inspectores se les escapa la vida en interminables elucubraciones sobre la coherencia lógica de sus silogismos políticos, lo que origina toda suerte de reyertas doctrinarias y polémicas interpretativas que precipitan un torrente interminable de cismas y fraccionamientos en partidos, sindicatos y todo tipo organizaciones, todos causadas, en última instancia, por la rebeldía de la historia que no se ajusta a sus especulaciones pseudorevolucionarias. Su absoluta esterilidad en la producción de acontecimientos históricos y su espectacular inasistencia en todos los procesos revolucionarios desde 1917 hasta la fecha no es óbice -a causa de la soberbia intelectual que suele acompañar quienes cultivan esta clase de pensamientos- para sentirse con autoridad moral y política para “enseñarles” a hacer la revolución a quienes la están haciendo, la hicieron o intentaron hacerla. Pero las revoluciones reales, no las imaginadas, nada tienen que ver con aquel tren expreso alemán que marcha sobre rieles, no encuentra obstáculos en su trayectoria y la llegada a destino se cumple tal cual estaba cronometrado. No hay rieles, los obstáculos son interminables y la llegada a destino está signada por la incertidumbre y la indeterminación. Es en las revoluciones donde se corrobora la verdad de aquella afirmación de Marx que decía que la violencia era la partera de la historia. Violencia, porque tanto las clases dominantes como el imperialismo jamás van a aceptar de brazos cruzados que los “condenados de la tierra” pretendan cambiar el orden social y como lo prueba hasta la saciedad el registro histórico –especialmente en América Latina- apelarán a todos los métodos posibles, por más crueles y criminales que sean, para asegurar la defensa de sus intereses y la preservación de sus privilegios. Pero quienes viven apresados en las brumas del “vulgohegelianismo” creen que sí, que la revolución es como ese viaje en un tren alemán y que si ellas no son como fueron imaginadas es por la traición del maquinista. Por su “doctrinarismo pedante”, como lo llamaba Antonio Gramsci, creen que desde el Olimpo en el que habitan pueden darles lecciones de revolución a Fidel y a Raúl; al Che y a Chávez; a Lenin y a Ho Chi Minh; a Mao y a Lumumba; a Evo y a Correa; a los sandinistas y a Allende, y lo que los habilita también para erigirse en sus inapelables inquisidores. En su tiempo tanto Marx como Engels tuvieron que vérselas con esta clase de revolucionarios. El segundo les ofreció varios consejos, entre ellos uno muy importante: “no conviertan su impaciencia en un argumento teórico.” Nunca lo escucharon. Almeyra tampoco.
Notas
[1] Ver sus “Notas a la¨"Epopeya Cubana" de Claudio Katz” en Rebelión, 19 Diciembre 2014, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=193372
[2] V. I. Lenin, “Se sostendrán los bolcheviques en el poder”, en Obras Escogidas en Doce Tomos (Moscú: Editorial Progreso, 1973), Tomo VII, pg. 128-129. La referencia a Marx se encuentra en su Carta a Ludwig Kugelman, del 2 de Abril de 1871.
[3] Ibid . Pg. 130.
[4] Ver nuestro largo ensayo introductorio titulado “Rosa Luxemburgo y la crítica al reformismo socialdemócrata” en la nueva edición de Rosa Luxemburgo, ¿Reforma Social o Revolución? (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2010), pp. 9-90.
[5] Cf. Fidel en Chile (Santiago: Editorial Quimantú, 1972), pg. 89.
[6] Una incisiva reflexión actual sobre la dinámica de las revoluciones la ofrece la obra de Álvaro García Linera en Las tensiones creativas de la revolución. La quinta fase del proceso de cambio en Bolivia (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2012)
FUENTE: Atilio Boron
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